La dorada solería,
-ígneo brillo de nácar-
ahora, gélida, mate,
rezuma húmedas llamas.
Sobre ella un juego de
jóvenes,
-sudor y pasión de damas-
de dos oscuras gacelas,
que al cielo su gemir
clama.
Se está paseando el
viento,
viento, suspiro del alba.
¡Cómo las mira la luna,
luna muda, ciega y blanca!
Sobre el polvo que se
enfría
hay sed de sexo, de garra,
de caricias y de alientos;
hay sed, sed de agua
salada.
Por el sendero cercano,
a trote, vienen los
guardas.
Ya se abre el telón
corinto;
hiede a muerte, hiede a
drama.
Las teas, iris de fuego,
descubren la madrugada
y un fulgor de filo frío
hiela, súbito, las almas.
Ataduras, manos muertas,
y dos voces condenadas.
En la celda el tiempo
grita
con sus horas afiladas
y hasta las paredes lloran
oliendo ya la escarlata.
Se ven rayos de rubí
levantando la mañana,
-fúnebre, túrbida y
fétida-
que se clavan como dagas.
Empujadas al terror
caminan hacia la plaza.
En el centro del lugar,
del desierto una ermitaña,
una palmera arenosa
luce su copa estrellada.
Las manos ya cargan muerte
y ya braman las gargantas.
Vuela el odio –lento y
sólido-,
hasta sus telas bordadas.
Se está paseando el
viento,
viento, suspiro del alba.
¡Cómo las mira la luna,
luna muda, ciega y blanca!